Bermúdez Arquitectos

¿Por qué no va a donde Bermúdez?

Rafael Villazón – Profesor Asociado

Artículo del libro “Diálogos con el Dibujo” – Facultad de Arquitectura y Diseño U Andes.
Homenaje en reconocimiento a Daniel Bermúdez nombrado profesor Emérito de la Universidad de los Andes.
Marzo de 2015

Cuando me pidieron hacer este escrito sobre el profesor Daniel Bermúdez fue difícil decidir la faceta que me gustaría compartir con ustedes. He tenido la fortuna de conocerlo en diversos momentos, tanto académicos como profesionales y personales.

La primera vez que tuve noticias del profesor Bermudez fue cuando estaba estudiando segundo semestre de arquitectura. Recientemente, la universidad había inaugurado el edificio más moderno del campus: el Lleras. Un ejercicio de conexiones con la topografía, que solo vine a entender unos diez años después y que el profesor Bermudez intentó explicarnos como invitado del curso Introducción teórica, donde la idea era que Daniel nos contará la elaboración teórica que había hecho. Su discurso me tranquilizó totalmente, debo confesarlo. Normalmente los invitados a este curso intentaban convencernos de la complejidad teórica de la arquitectura con un discurso pseudointelectual que hasta el momento me llenaba de confusión. La explicación de Daniel fue totalmente pragmática. Cuando el profesor del curso preguntaba algo, él respondía con una razón técnica o funcional. La mejor pregunta fue ¿cómo decidiste ese color gris tan interesante, que vibra de manera tan especial con el lugar?, y la respuesta de Daniel fue la esencia de su proceder: “Le pedí al residente que pusiera la muestra de cinco grises diferentes, al lado de los bloques de concreto y escogí el que más me gusto” Ese día aprendí que hay decisiones que solo pueden ocurrir en la obra y que es el arquitecto el que tiene que garantizar que los edificios se construyan como se han pensado y no necesariamente como se han dibujado.

Adicionalmente, ese día, Daniel nos regaló a todos un paquetico de fotocopias con los planos del edificio, donde también debo confesar que lo que más me gustó fue la manera como estaban dibujados los árboles existentes, de ahí surgió la siguiente lección: el valor de las preexistencias. Ese paquete de fotocopias todavía permanece en mi biblioteca. Un par de meses después salió una revista Habitar que venía con el periódico El Tiempo cuya portada era la escalera de caracol interior (¿o exterior? ¿Será que alguien es capaz de determinar este tipo de escalera?), y pude leer la descripción de Fernando Correa con la cual logré entender un poco más el edificio (no olvido que me tomó diez años entenderlo completamente).

La segunda vez que tuve noticias del señor Bermúdez fue cuando se me ocurrió hacer un proyecto subterráneo y el consejo de mi profesor de proyectos fue: “Llame a Bermudez, que él se ganó un concurso de la CAR que es parecido al suyo. mire a ver si él lo puede atender”. Fui a la Secretaría de la Facultad y le pedí a Mimi (la secretaria de la época) que me diera el teléfono, ella me dijo que no podía, que buscara en las páginas blancas (directorio). Saqué la dirección y tomé camino al Bosque izquierdo, barrio que no conocía. Llegué a la oficina y le pedí a la secretaria que mirara si me podía atender. Finalmente, bajo un momento a la recepción, le expliqué y con toda generosidad le dijo a uno de sus colaboradores que me mostrara los planos y me dijo: “Ahí lo importante es que usted esté seguro de que valga la pena el esfuerzo de enterrar el proyecto, porque eso vale mucha plata”. En la siguiente corrección, mi proyecto cambió totalmente y entendí que no es suficiente una buena idea para armar un buen proyecto.

La siguiente ocasión ocurrió cuando yo estaba en quinto semestre y el salón del lado era el taller de Bermúdez. El tema era diseño urbano. Ese día estaba cayendo un aguacero de los típicos de abril y Daniel llegó a revisar el avance de los proyectos y señalaba los planos con la punta de la sombrilla. Lo mejor fue cuando estaba revisando el proyecto de un estudiante y le dijo que estaba perdido y que tenía que armar una propuesta diferente. En ese momento surgió otra lección: “Lo que usted tiene que hacer es irse por la ciudad y buscar pedazos que le gusten; dibújelos, entiéndalos y mídalos. Después llega a su casa y mira eso que vio donde puede ocurrir en el lugar”; el estudiante estaba trabajando en el terreno de las escuelas militares de la calle 106 con 7ª en Bogotá y estaba empecinado en hacer un gran conjunto cerrado de casas de grandes áreas como las que hay hoy en Chía, Daniel le insistió que era un mal enfoque no querer construir ciudad si ese iba a ser el único lote disponible para resolver los problemas urbanos del futuro en ese sector. Esto sigue siendo válido hoy y creo que es clave hacer el ejercicio de saber qué puede pasar en los terrenos de las instalaciones militares.

Al fin llegué al taller al que todo el mundo le tenía miedo: el taller 6. Tuve varios profesores, pero ese semestre estuvo lleno de confusión y empecé a dudar de mi vocación como arquitecto El proyecto principal del semestre era hacer un conjunto de edificios de vivienda y todas las clases llegaba con un planito que mi profesor inmediatamente descalificaba. Finalmente el profesor decidió enviarme a donde Bermúdez para que me explicara como había hecho un proyecto de vivienda en la calle 100 con autopista con el que ganó un segundo puesto. Repetí la misma rutina que había aprendido el año anterior, pero esta vez logré sentarme frente a frente con Daniel. Yo le expliqué mis dificultades y por algún motivo que todavía no entiendo me animé a decirle que estaba cansado y desilusionado de la carrera y que me iba para Ingeniería Civil. Le mostré mi planito, totalmente rayado por el profesor de proyectos y me dijo que no tenía ni idea de dibujar que tenía que aprender a dibujar o no iba a lograr nada y de repente dejó de regañarme, tomo una actitud condescendiente y empezó a explicarme la manera como él armaba un proyecto de vivienda. Me explicó la importancia de pensar simultáneamente la unidad, el edificio y el conjunto.

Me habló de la necesidad de establecer claramente el espacio libre que sería público y el que sería comunal. “¿O la señora dónde va a llevar al niño tranquilamente a jugar?”. Y finalmente me dijo: “No se cambie. Para aprender arquitectura lo que toca hacer es sentarse a entender otros proyectos parecidos, con las tres escalas que le dije, los apartamentos, luego mirar esos apartamentos como arman los edificios y finalmente ver esos edificios como arman el pedazo de ciudad con el que está trabajando. Llévese los planos del concurso para que los estudie”.

Creo que me reconcilié con la arquitectura no porque haya aprobado finalmente el taller con un glorioso 4.0, que era una super calificación en esa época. Lo logré porque al fin un profesor me había demostrado que la arquitectura se podía enseñar y que un profesor se podía tomar el trabajo de contarle al estudiante la manera como él hace las cosas. Entendí que para hacer arquitectura no había que irse a la hemeroteca, encontrar una revista rebuscada y copiar de manera irreflexiva un proyecto. Que era posible analizar los proyectos y mostrarle los hallazgos al profesor y que eso hacía parte de aprender a ser arquitecto. “¿O usted cree que un poeta joven empieza a escribir poesía un día, sin haberse sentado nunca a leer los versos que otros han escrito?”

Después entré a los Talleres verticales y no volví a saber nada de Bermúdez.

Tras varios años, cuando entré a la universidad como asistente graduado, me asignaron para asistir al Taller de Cartagena de 1997, en el cual mi labor estaba más cercana a trabajar con los estudiantes y no tuve la oportunidad de trabajar directamente con el, pero hubo dos momentos clave: el primero, cuando le escuché la pregunta: “¿Cuál es la responsabilidad de la arquitectura con esta parte de la ciudad?”, es decir, que cuando se habla de la ciudad amurallada en Cartagena, la respuesta es un poco compleja y lo confirmé recientemente con los resultados de un concurso de arquitectura que precisamente trataba de contestar esta pregunta: “Volver a conectar el centro histórico con el resto de la ciudad”. El segundo momento ocurrió cuando pude hablar con uno de los invitados al taller, el profesor Ignacio Paricio, que le habló a Bermudez sobre un programa de posgrado que estaba montando cuyo objetivo era formar profesores para enseñar “la técnica de la arquitectura”. Y apareció la frase cortante: “Hole, ¿y usted por qué no le dice a Paricio que le dé una beca para hacer ese curso?, porque a usted le gusta la vaina técnica, ¿o no?”. Pese a que mi relación con Bermúdez era incipiente, debo reconocer que en ese momento se abrió una línea que nunca había pensado y al tiempo conocí al que luego sería mi mentor, profesor de doctorado y amigo… el señor Paricio, acá presente. Ese será otro escrito.

Finalmente, la relación directa profesional con Bermúdez arrancó realmente cuando fui asignado como profesor en formación de su taller de proyecto de grado. Fue una experiencia enriquecedora, en la que entendí el papel del profesor de proyectos y una vez más empecé a escuchar la frase: “¿Cuál es la responsabilidad de la arquitectura con esta parte de la ciudad? y otras más que están registradas en la publicación que acompaña este homenaje. Realmente me acerqué a Bermúdez y poco a poco aprendí a “hablarle” y a no morir en el intento. Aprendí a hablar sobre sus edificios y sobre los de otros, a hablarle a un estudiante de forma clara y a “pararme” sobre la técnica para argumentar las decisiones del proyecto. Después de esta experiencia fue cuando apareció la necesidad de continuar mi formación a nivel doctoral y de nuevo el señor Bermúdez fue un apoyo clave en la parte personal, y él y su esposa fueron absolutamente generosos durante este y otros procesos en mi vida que no vienen al caso.

En este paseo autobiográfico hubo un momento en el que definitivamente tuve una crisis con mi trabajo acá en la universidad y una vez más, así como les conté antes, cuando estaba en tercer semestre, un profesor del departamento me dijo que por qué no iba a la oficina de Bermudez, frase que siempre me ha sonado conocida. Después de veinte años, mi entrada a la mesa de trabajo de Bermúdez era un poco más fluida y pude plantearle mi deseo profundo de hacer proyectos y no dedicarme exclusivamente a la labor docente y surgió la otra frase: “… Para poder hacer los edificios que estoy haciendo actualmente, a mi me tocó hacer muchos baños y perseverar”. En ese momento me quedó claro que ser arquitecto es un camino largo y lento, para el cual hay que estar dispuesto a entender que no hay encargo sin importancia, que todo encargo puede enseñar. Ahora, gracias a la confianza cultivada paso a paso, las frases duras estaban acompañadas de anécdotas personales, que seguramente buscaban mostrarme cómo mis crisis personales también eran comunes en otras personas. Me queda claro que un profesor no es necesariamente el que se para al frente de un tablero, las lecciones más importantes que recibí de Bermúdez ocurrieron seguramente en esas visitas esporádicas a su oficina, donde finalmente entendí que detrás de cada frase lo único que hubo y espero habrá, es generosidad porque finalmente nada de esto ocurrió en un salón de clase, ocurrió en el tiempo complementario”.